Introducción:

Generalmente los padres y las madres se relacionan mejor con sus hijos e hijas en determinadas épocas del crecimiento de éstos. Hay padres y madres, por ejemplo, que se llevan espléndidamente con los niños cuando son pequeños y les cuesta entenderse con ellos cuando son más grandes. Otros, al revés, no soportan las criaturas de corta edad, y en cambio se vinculan bien con sus hijos e hijas cuando son más grandes.

Pero por lo general hay más problemas cuando los hijos e hijas llegan a la adolescencia. Padres y madres quedan sorprendidos. Muchas cosas cambian. No sólo la relación entre el adolescente y sus padres y madres. También la relación con sus hermanos, con sus tíos y abuelos. Con sus amigos y amigas. A veces, es la familia entera la que cambia.

Este ABC está destinado a ayudar a esos padres y madres, tengan o no un conflicto con sus hijos adolescentes. A comprenderlos mejor, a no asustarse tanto, y a poder conservar la cabeza pensante y el corazón bien dispuesto en medio de las dificultades.

Ha sido redactado por un equipo de la Fundación Retoño.

¿Qué es la adolescencia hoy?

La definición clásica y los cambios

Se decía y se dice que la adolescencia es una edad que comienza con la pubertad y termina cuando el joven es aceptado por la sociedad como un miembro útil, que puede amar y trabajar.

La definición es sencilla, pero es una edad difícil de comprender para padres y madres y otros adultos, a pesar de que todos fueron alguna vez adolescentes.

En la mayoría de los casos los adolescentes, al menos, guardan silencio cuando los adultos querrían saber qué les pasa, los molestan, no los obedecen e incluso los impugnan (los juzgan tontos, falsos o cobardes). Y todo esto mientras dependen de ellos casi totalmente: en materia de habitación, dinero, estudios e inclusive para conseguir trabajo. Todos los miembros de la familia sufren, y el adolescente también. Él sabe que está en un período de la vida donde se definen cosas y se toman decisiones importantes, y eso le provoca sufrimientos e incertidumbre.

Pero hay casos más graves, en que el mundo del adolescente resulta incomprendido y hasta detestado por los adultos. Y a menudo para el adolescente el mundo de sus padres y madres no constituye un modelo con el cual tarde o temprano, con esfuerzo o sin él, se va a identificar totalmente: él no sabe bien adónde va, pero sabe que ciertamente no quiere ser exactamente como su padre y su madre.

Es que en los últimos años se han producido algunos fenómenos nuevos, como los siguientes:

  • La adolescencia, cuyo comienzo es biológico pero termina psicosocialmente, se ha prolongado enormemente en los últimos años. Entrar al mercado laboral es más difícil y exige más estudios; formar una pareja estable también ha sufrido una seria demora.
  • La rapidez del avance tecnológico ha provocado que padres y madres pierdan en buena medida su calidad de modelos de identificación para sus hijos e hijas. Pasan a serlo los hermanos y amigos mayores en edad, que están más próximos a ellos.
  • La sociedad contemporánea ha hecho de la adolescencia un verdadero estamento social con capacidad propia de consumo. Esto significa la creación y vulgarización de nuevos códigos, símbolos, creencias y palabras que otorgan a los adolescentes una identidad novedosa: ella consiste simplemente en pertenecer al estamento adolescente. Ya no es, como lo era antes, una aspiración a encontrarse cuanto antes en el mundo adulto.
  • Las drogas y los psicofármacos han encontrado en los adolescentes un adecuado e inmenso mercado, en auge gracias a la variedad de los productos y al descenso de los precios.
  • Todo esto, unido a la fragilidad de las viejas creencias religiosas, éticas y hasta científicas, ha dado fuerza a la aparición de un verdadero mundo de adolescentes rebeldes, a veces violentos y hasta delincuentes, cuyos miembros a menudo se alojan en la casa paterna.
  • Se han originado enfermedades sociales nuevas que parecen ensañarse con los adolescentes: la bulimia y la anorexia, la depresión y hasta el intento de suicido, provocan en padres y madres el sentimiento de que, al no ser obedecidos ni seguidos por sus hijos e hijas, éstos se están dañando irreparablemente a sí mismos.

En otras palabras: hoy en día el tener un adolescente en la familia no es tener un miembro más, sino el aceptar el ingreso a la casa de todo un mundo diferente.

Cuando antes se pensaba en “salir de la adolescencia” y “emanciparse”, adultos y adolescentes hablaban de la misma cosa y aspiraban más o menos a lo mismo. Ahora en muchísimos casos no es así. Ahora, se trata de dos culturas que coexisten en el seno de la misma familia, bajo el mismo techo.

 

La adolescencia tiene mala prensa

Desde el punto de vista de los adultos e inclusive de las ciencias humanas, la adolescencia aparece como una etapa de tránsito hacia la madurez (más exactamente hacia la primera juventud o hacia la emancipación).

Así vista, la adolescencia es un período de espera, de despliegue desequilibrado, casi de enfermedad efímera (“la edad del pavo”, se la llama), en busca del equilibrio, de la incorporación a la sexualidad estable y de la productividad que la madurez implica. “Ya se pasará” suele ser el mejor consuelo que encuentran los adultos (como si fuera una gripe).

En resumen, la adolescencia es vista peyorativamente y así se traduce en el lenguaje usado tanto en los libros de psicología como en la jerga que cotidianamente usamos. Los adultos esperan que el adolescente por fin “haga algo”, con lo cual dejaría de ser adolescente.

Esta mirada descalificadora que echa el mundo adulto sobre el mundo adolescente forma parte del problema, porque los adultos terminan por no valorar nada de lo que hacen sus hijos e hijas adolescentes, y éstos no acaban nunca de comprender porqué sus padres y madres los consideran víctimas de una enfermedad transitoria, cuando no vagos, delincuentes o perdidos para la causa de la humanidad.

 

Y sin embargo…

Por lo general los adultos no registran como valiosos ciertos rasgos de la adolescencia, como para desear que persistan a lo largo de la vida. Con la niñez en cambio ocurre lo contrario (queremos ser confiados y lúdicos como los niños, aun cuando seamos ya adultos o ancianos).

Y sin embargo, aun siendo adultos añoramos secretamente volver a esa etapa en que nos enamoramos algo descontroladamente, teníamos un grupo de amigos fiel que casi formaba parte de nuestro cuerpo, éramos rebeldes e idealistas sin escrúpulos, y experimentábamos por primera vez en muchos terrenos.

¿Hay rasgos que nacen en la adolescencia y que, si lo pensáramos, nos gustaría conservar para siempre?

¡Por supuesto que sí! Enumeremos algunos:

  • El descubrimiento de la amistad, de la fidelidad, de la pertenencia al grupo.

Es en la adolescencia donde se comienzan a vivir de veras esas realidades maravillosas. Los adolescentes hablan y hablan muchísimo, sólo que lo hacen entre ellos, buscando afanosamente su propia identidad en interminables conversaciones, a menudo inteligentes y deliciosas.

Son capaces de matar o morir por un amigo. Los amigos de un adolescente no son susceptibles de crítica alguna. No importa que sean delincuentes, drogadictos o simplemente inútiles: para el amigo, son perfectos.

La “tribu” se impone, con sus rituales, sus músicas, sus símbolos y sus encuentros. Y esto le da por primera vez al adolescente un sentimiento de pertenencia en un grupo construido por él mismo y sus compañeros.

  • El descubrimiento del enamoramiento.

Enamorarse no es sólo enamorarse, ya lo sabemos. Es ver el mundo entero con otros ojos. El enamorado se enamora de toda la realidad, como si la comenzase a ver por vez primera.

Este sentimiento, que los filósofos y los poetas han pensando que derivaba de la divinidad, es efímero. Pero sin embargo es esencial para el crecimiento, porque relaciona al individuo con el mundo de una forma nueva y empática, a nivel emocional.

Es como si se rompiera por segunda vez el cascarón (la primera fue al nacer). El enamorado no se enamora para gozar sino para sufrir, y vive desde entonces en un mundo diferente.

  • La fidelidad a los ideales, sin transacciones.

Los adolescentes expresan sus diferentes “fes” de modos increíbles, caminan miles de kilómetros, hacen enormes sacrificios, no transan con lo que creen y lo defienden a muerte.

Es verdad que esto los ha llevado históricamente a actuar conductas destructivas y autodestructivas. Pero por lo general sus compromisos son fuertes y saludables, y sobre todo son el principio de la virtud de la fidelidad, que ojalá los acompañase toda la vida.

De aquí también nacen el arrojo y el olvido de sí mismos, virtudes que también nacen en la adolescencia y que pueden o no perdurar en la adultez.

  • La rebeldía.

Ser rebelde ¿no es acaso algo valioso? No aceptar la injusticia, tanto para uno como para los demás. No adaptarse a las imposiciones autoritarias. Querer algo mejor, aunque resulte extraño o hasta ridículo.

La vida va apaciguando nuestra rebeldía adolescente, pero si no quedara nada de ella, si alguien no la inventase de nuevo… ¿qué sería de nosotros?

  • El descubrimiento de un nuevo lenguaje.

Mucho se habla de la pobreza del lenguaje adolescente, de las faltas de ortografía, de la ignorancia de la gramática.

Sin embargo Natalia Ginzburg, la gran novelista italiana de la segunda posguerra, dijo alguna vez lo siguiente:

“Ahora, cuando queremos hacer hablar entre sí a nuestros personajes, ahora medimos el profundo silencio que se ha condensado de a poco dentro de nosotros. Habíamos comenzado a callarnos de chicos, en la mesa, de frente a nuestros padres, que nos hablaban todavía con esas palabras viejas, sangrientas y pesadas. Nosotros nos quedábamos callados. Nos quedábamos callados por protesta y por desdén. Nos quedábamos callados para hacer entender a nuestros padres que sus grandes palabras no nos servían más. Nosotros no teníamos reservadas otras. Nos quedábamos callados, plenos de confianza en nuestras nuevas palabras. Más tarde intercambiaríamos nuestras nuevas palabras con gente que las entendería. Éramos ricos con el silencio nuestro”.

 

Antes de terminar este punto, una aclaración: es verdad que los adultos de hoy encontrarán que sus hijos e hijas practican estas mismas virtudes de una forma muy diferente a la de ellos cuando eran adolescentes. El enamoramiento, la rebeldía, la amistad, el lenguaje, son muy distintos ahora. Se expresan de otra manera. Son difíciles de visualizar, por este motivo.

Pero bajo formas diferentes, e inclusive opuestas y en apariencia excluyentes, las realidades son las mismas.

Y es importante ver esto, para poder entender y ayudar mejor al hijo o a la hija.

¿Qué necesitan los adolescentes de sus padres, madres y otros adultos?

En primer lugar deberíamos ponernos de acuerdo sobre esto: los adolescentes ¿necesitan algo de sus padres y madres?

Porque a veces es tal su aparente autosuficiencia, la opacidad de su incomunicación, la intensidad de su pertenencia al grupo, que parecieran no precisar nada del mundo adulto.

Sin embargo, no es así: a pesar de estas apariencias, los adolescentes necesitan de sus padres y madres y de los adultos en general. Y necesitan muchísimo…

  • Un amor paciente y constante; saber esperar

Los problemas adolescentes son como una novela de la cual ya leímos la última página. Sabemos que termina bien. Cuando hay amor, termina bien.

Pero a diferencia de la novela que tenemos en nuestras manos, esta novela virtual no sabemos cuántas páginas tiene. Ni el número de capítulos. Sabemos que termina bien, pero no sabemos cuánto falta. Cuánto falta de sufrimiento.

Entonces, tenemos que tener paciencia y constancia. Pero no sólo eso: organizarnos para vivir tolerablemente bien mientras la novela termina. Y recordar entonces aquello de lo que más abajo hablaremos: nunca debo tolerar lo que para mí es intolerable: el libro puede ser gordo…

  • Aceptación del silencio adolescente

Es algo muy difícil, porque, claro, uno quiere a su hijo, y lo ve mal o, en realidad, no sabe cómo está. Porque él, o ella, no dice nada. Uno le pregunta, y contesta con monosílabos. No es nuestro estilo. Pero de ahí no sale. ¿Cómo puedo ayudarlo entonces? No lo sé.

Aceptemos el silencio. Es difícil, valga la repetición. Estamos acostumbrados a llenar el silencio de palabras. Respetemos el silencio. Pero a la vez, continuemos intentando comunicarnos. Con paciencia. Y sobre todo sin violencia.

  • Ejercicio de la autoridad, con firmeza y prudencia

El amor tiene dos vertientes: la vertiente del “sí” y la del “no”. Decirle que sí a un chico, darle cariño, afecto, nutrición y cosas útiles para su vida o simplemente placenteras, es importante. Y a veces cuesta. Pero decirle que no, cuesta mucho más. Es la parte más dolorosa del amor, y a veces la que más vale y sirve.

Me digo a mí mismo: Seré firme y prudente, tendré consideración del otro, de mí mismo y del otro progenitor, como así también de los hermanos. Soy el capitán de la nave. No puedo permitir que un chico tome el timón. Tampoco puedo permitirme conductas caprichosas o violentas.

Ya lo hemos adelantado y lo desarrollaremos más abajo: no toleremos lo que para nosotros es intolerable. Hagamos un contrato como con alguien que vive gratis en nuestra casa. Si hay algo que debo exigirle para que yo también esté cómodo, se lo exijo. Si en algo me siento cómodo transando, transo.

  • Darles información sobre sexo, amor, trabajo y relaciones humanas.

Es algo muy importante. Ya sabemos que hay que dar información a nuestros hijos. Pero como ahora la recaban de sus amigos, de la escuela, de la televisión… ¿qué podemos decirles que no sepan ya? ¿No quedaremos como bobos?

En realidad, no sabemos lo que nuestros hijos saben y no saben. Es mejor sentarnos a hablar con ellos.

Y aunque ellos piensen que saben más que nosotros… íntimamente lo agradecerán.

  • No tratarlos como si todavía fueran niños.

Hay padres que tratan a los chiquitos como si fueran adultos y otros que tratan a los adolescentes como si fuesen niños.

Esto no está bien, naturalmente. Si el chico se adapta a este trato, crecerá mal. Si no se adapta, tendrá problemas con su padre o madre, o con los dos.

Es difícil cambiar la manera de tratarlos. Pero hay que hacerlo y para ello, parece indispensable un método. Tratémoslos, por ejemplo como si fueran más grandes de lo que son. Esto será un buen método. ¿Cómo nos dirigiríamos a ellos? ¿Qué respeto les tendríamos? ¿Qué límites les impondríamos?

  • Mantener en lo posible la coherencia en nuestras propias vidas, o al menos reconocer humildemente nuestras incoherencias

Claro, ya lo sabemos: no podemos decirles que no hay que mentir y luego mentir. O robar. O defraudar a alguien.

Pero, en fin, también lo sabemos, nuestra vida está llena de pequeños renunciamientos y desgracias.

Será bueno que nuestros hijos lo sepan de boca nuestra: hemos fallado. Al menos no somos hipócritas, que es lo que más fastidia a los adolescentes.

  • Acuerdos entre padre y madre: que el adolescente no logre dividirlos

Es muy común que los adolescentes quieran dividir a padre y madre, vivan éstos juntos o separados. Así obtienen beneficios.

Consejo: cerrar la barrera. De otro modo, Maradona meterá un gol. Pero en este caso el gol será destructivo para el adolescente. Ningún hijo puede manejar la pareja de sus padres, ni para bien ni para mal. Es un poder que no debe tener, porque le hace mal.

¿Cómo se cierra la barrera? Dialogando entre los padres hasta llegar a acuerdos. Lamentablemente, a veces es difícil. Y las dificultades en ocasiones aumentan cuando los padres están separados, o ingresa un padrastro o una madrastra. Pero hay que hacerlo, aunque sea con la ayuda de un terapeuta o de un mediador.

  • Que también nosotros tengamos un proyecto de vida, como le pedimos al adolescente. Que sepamos también nosotros cuáles son nuestras necesidades, y que podamos satisfacerlas.

Esto es definitivamente importante. Hay padres que se pasan pidiéndole a su hijo un proyecto de vida, pero si se les preguntara qué proyecto de vida tienen ellos, contestarían que su proyecto sigue siendo ver crecer a sus hijos.

No es fácil. Cuando el adulto se enfrenta con su hijo adolescente generalmente lo hace cuando ha llegado al tope de su carrera o se siente fracasado (en el mundo del trabajo o, en el caso de muchas madres, cuando ha terminado la crianza de los hijos). A menudo carece en ese momento de un proyecto personal o de pareja que comprenda la segunda mitad de la vida. Pareciera que el aparato psíquico de los humanos está todavía programado para vivir como máximo 50 años y no 100, como es el actual desafío.

Sin embargo, es necesario que pensemos este punto, porque de otro modo puede ocurrir que centremos la segunda mitad de nuestra vida en sacar al hijo adolescente de problemas… que él gentilmente se encargará de crear.

  • No pretender que los hijos e hijas salgan como a uno le gustaría

Es fácil decirlo y muy difícil llevarlo a la práctica. En el fondo, queremos lo mejor para nuestros hijos e hijas.

Cuando las diferencias son importantes, puede ayudarnos pensar lo siguiente:

En la manada humana hay dos grupos que cumplen funciones diferentes: son los “reproductores-cuidadores” y los “exploradores”. Entre los reproductores-cuidadores se encuentra la mayoría de los adultos de la manada: son aquellos que se dedican con afán, sudor, lágrimas, sangre y responsabilidad a reproducir la especie y también – lo que no es menos importante – la entera cultura de la especie. A organizar la sociedad y producir, para poder reproducir con éxito. Ellos no se arriesgan a comer frutos o pastos no probados, ni a ocupar tierras no exploradas con anticipación (puede haber tigres). Su misión tiene que ver con el cuidado del presente y el futuro de la especie, no con el riesgo.

Para eso están los exploradores, quienes sí se arriesgan, audaz e inconscientemente, en parte porque lo sienten como su misión, en parte porque disfrutan de la rara compañía de otros exploradores y del relato de sus aventuras (casi siempre se reúnen a ras de la vereda y al pie de un quiosco) y en parte porque no toleran la cercanía del resto de la manada.

A veces los exploradores descubren mundos nuevos, antes ocultos o interdictos, y gracias a ellos la humanidad progresa. Los “reproductores-cuidadores” usufructúan luego de esos descubrimientos y reproducen masivamente las nuevas posibilidades. Así es la historia de la cultura de la manada homínida.

Si los padres, asustados por el rumbo de su hijo, pudieran verlo como un explorador infatigable que está abriendo la posibilidad de nuevos rumbos a la entera humanidad, quizás su dolor no amengüe, pero cobre un sentido.

  • No tolerar lo que para mí es intolerable.

Este último punto es más importante que muchos otros.

Si el anterior fue un llamado fuerte a la comprensión, este punto será un grito de alerta para que padres y madres se protejan a sí mismos.

Es que hay padres y madres que son tan, pero tan comprensivos, que lo toleran todo, aún en aquellas cuestiones que les resultan absolutamente intolerables.

Si a usted personalmente le resulta intolerable que su hijo o hija tenga relaciones sexuales en su casa, no lo permita bajo ningún concepto. No importa que otros padres lo toleren. Lo mismo, si se trata de la presencia de determinado amigo o inclusive de llegar tarde sistemáticamente a comer.

Lo absolutamente intolerable nunca debe ser permitido. El otro progenitor, aunque no piense o sienta lo mismo, debe hacer causa común con su pareja, por respeto a ella.

Esto es bueno para el hijo. Porque aunque le parezca arbitraria la conducta de los padres al prohibirle algo, sabrá que los seres humanos tienen límites que hay que respetar, sobre todo cuando se vive en casa de ellos…

Los dueños de casa, en efecto, son los padres (nunca los hijos) y no es conveniente que una falsa bondad los anestesie a tal punto de olvidar sus propias necesidades básicas, sus gustos primordiales, sus desagrados ineludibles. Sean éstos “racionales” o no, ya que a veces se trata de una cuestión de principios (demostrables o no, no importa) y otras de una cuestión orgánica, o simplemente hereditaria o emocional.

A los adolescentes les hace bien saber que sus padres son personas y que les duele cuando les pisan el pie…

Por favor, nunca olvidar esto.

Cuando hay conflictos graves:

Entre padres y madres e hijos e hijas adolescentes se producen en ocasiones conflictos que se cronifican y llegan a ser graves. Hay violencia psicológica, y a veces hasta violencia física.

Algunas ideas pueden servir para estos casos.

  1. Así como entre los psiquiatras existió la moda de culpabilizar a la madre de la esquizofrenia o cualquier otra enfermedad mental de un hijo, también existió una tendencia a culpabilizar a los padres de los trastornos de conducta de un hijo adolescente.

Esta tendencia carecía totalmente de base científica, las estadísticas la revelaron como totalmente falsa, y dejó de existir.

Sin embargo, puede que algún trasnochado diga o insinúe que los problemas de su hijo adolescente están ocasionados por alguno de los padres, o por la relación existente entre ellos.

Simplemente no lo crea, no es verdad.

  1. Pittman III, un terapeuta familiar con vastísima experiencia, distingue varios tipos de adolescentes con problemas:
  • los “sociópatas” (por lo general con padres y madres delincuentes o sobre protectores). A ellos les sugiere no poner obstáculos a que la sanción legal caiga sobre el hijo o la hija.
  • los “rebeldes” (usualmente con padres y madres angustiados y temerosos de la libertad). A ellos los inclina a capacitarse para negociar con sus hijos e hijas.
  • los “clandestinos” (habitualmente con padres y madres indiferentes o fundamentalistas), a los cuales Pittman recomienda observación y compromiso.
  • los “destinados al fracaso” por discapacidades ciertas o supuestas. En este caso prescribe a padres y madres aceptación y reinserción del hijo,
  • los “imperfectos” (hijos e hijas de padres y madres ambiciosos y exigentes). A ellos los exhorta a adoptar expectativas realistas con respecto al hijo o a la hija, y
  • los “salvadores parentales”: allí alguien debe ocuparse de padres y madres, para salvar al hijo.
  1. Los abogados saben que todo precepto legal se inscribe dentro de un ámbito normativo más amplio que le da sentido y en función del cual debe ser interpretado. Y que ese ámbito normativo es siempre el bien común del grupo al cual el precepto se dirige. En este caso, el de la familia. De lo cual se desprende que si la convivencia con el adolescente es contraria al bien común de su familia, deben abrirse otras alternativas. Lo que seguirá importando es que los adultos estén a cargo del adolescente, pero no el que compartan la vivienda.

Pero esto, que parece tan claro, no está internalizado por los miembros de la familia, ni por los terapeutas y otros profesionales que los asesoran, y ni siquiera por los jueces y los abogados, con lo cual, en ocasiones, si hay conflicto, éste se agrava.

Los padres deben saber que ellos no tienen obligación jurídica de convivir con el hijo si ello no es bueno para el grupo familiar. Hay otras alternativas (que viva con parientes, con terceros, o solos; que los padres colaboren económicamente con él por un tiempo, etc.). Esta apertura del campo electivo es difícil de asimilar. Pero es importante saberlo. Es posible que, aun con esta información, los padres no decidan que el hijo viva fuera de casa (sienten, muchas veces erradamente, que lo mandarían a la muerte, etc.), pero recuperen poder: «Estás aquí porque quiero, no porque la ley me obligue. No soy una víctima de la ley, soy un padre generoso que quiere ayudarte», es el nuevo mensaje.

  1. A la vez, otra definición legal tiene importancia: el adolescente ya no es un niño; quizá (si tiene dieciocho años) en cualquier otro lugar del mundo sería jurídicamente un adulto que no dependería de nadie; tiene derechos reconocidos por la Constitución Nacional: a que sean respetadas sus convicciones y creencias, a no ser violentado, etc. Él está tomando su propio destino entre sus manos. A los padres puede costarles aceptar esto, pero es así. No pueden obligarlo a hacer lo que él no quiere ni prohibirle lo que él quiere hacer. Además, lo hará igual.

Entonces, lo importante es acordar una convivencia (o quizás, una despedida de la convivencia) no dañina para nadie y con ayuda de los padres al hijo. Algo con lo que todos se sientan más o menos cómodos para poder seguirse queriendo. Algo acotado en el tiempo, ya que se trata de un camino que desemboca en la emancipación.

  1. Por primera vez en la historia de la humanidad para hacer excursiones e investigaciones antropológicas no tenemos que remontarnos atrás en el tiempo (al antiguo Egipto, por ejemplo) ni lejos en el espacio (verbigracia al África) sino que nos basta transitar entre la sala de casa y el dormitorio del adolescente.

El tránsito de una cultura a otra aparece entonces manifiesto.

Si puedo no condenar la cultura y los rituales de mi hijo adolescente ya empiezo a solucionar el problema.

Si puedo hacer más todavía y valorar su cultura con auténtico respeto y quizás hasta con admiración y aprecio, el problema está resuelto.

En primer lugar, por que lo que buscaré de ahí en más no es que el adolescente se transforme en adulto. Lo que buscaré será un entendimiento para una convivencia colaborativa, sin pedirle a nadie que cambie internamente. Buscaré y exigiré solamente colaboración mutua para el crecimiento de todos.

Además, y casi como un regalo extra, muy a menudo encontraré en ese preciso momento que mi hijo y yo tenemos muchas cosas en común, muchas más de las que pensaba.

  1. Hay casos en que debe buscarse la ayuda de un buen profesional, y es mejor hacerlo antes de que el conflicto se cronifique o agrave demasiado. Un buen terapeuta familiar puede servir, a veces es necesario también consultar un abogado.

El profesional debe ser seleccionado con cuidado. Él influirá mucho en el devenir de la relación entre los miembros de la familia. Es mejor escoger alguien que nos asesore y apoye sin tomar partido en contra del adolescente. Tampoco sirve quien condena a los adultos. Desconfíe de quienes encuentran en alguno una “enfermedad” orgánica o psíquica que ocasiona el problema, así como de aquéllos que encuentran su origen en la relación que existe entre los padres, o en problemas personales de éstos.

Alguien que respete y apoye a todos, sin exclusiones, servirá mejor.

Conclusión:

Pittman III, el renombrado terapeuta familiar, ha bromeado diciendo que ningún padre, por malo que sea, merece tener un hijo adolescente.

Esto apunta a que hoy en día es difícil comprender y acompañar al hijo que transita esa edad.

Ya hemos señalado las razones de esa dificultad. También, que los adolescentes, malgrado parezca lo contrario, siguen precisando hoy muchísima comprensión y ayuda de parte de los padres y de los adultos en general.

Lo interesante es que, cuando los adultos se comprometen en ese proceso, ellos también se ven beneficiados, y mucho. Si los disgustos no los cierran del todo, a través de sus hijos adolescentes pueden aprender enormidad de cosas nuevas, tanto en lo cultural como en lo emocional.