Por el Dr. Eduardo José Cárdenas

 

INTRODUCCIÓN:

Cuando tenemos un conflicto de familia serio (separación del matrimonio o la pareja, divorcio, alimentos; dificultades en la relación con nuestros padres o con nuestros hijos adolescentes; división de bienes, partición de una herencia, problemas laborales con un pariente, etc.) a menudo creemos que no existe más que una forma de solucionarlo: “dejarlo” en manos de los profesionales (casi siempre, abogados).

Pero no es así. Existen distintas formas de negociar un conflicto de familia. Y hay unas mejores que otras.

  • Hay una forma de hacerlo en la cual los protagonistas dialogan entre sí (asesorado cada uno de ellos, cuando es necesario, por un profesional).
  • Hay otra variante, en la cual se celebran reuniones donde están presentes los protagonistas del conflicto y sus asesores, y todos participan de las conversaciones.
  • Otro modo de negociar es la mediación, en la cual los protagonistas (asesorados, cuando es necesario, cada uno por un profesional que puede estar o no presente) dialogan entre sí y con un mediador que facilita el diálogo y la negociación.
  • Por último, existe una forma en la cual los negociadores son los abogados, quienes consultan con los clientes pero la conversación se desarrolla exclusivamente entre ellos.

Uno se pregunta entonces qué es lo mejor. En las descripciones que anteceden se puede observar que:

  • en algunos modos de negociar hay mayor protagonismo de las personas en conflicto, y en otros
  • el protagonismo corresponde a los profesionales.

 

Ahora bien, la regla general es que cuanta más salud, flexibilidad y posibilidad de adaptación a situaciones nuevas hay en una familia, es mejor utilizar instrumentos de negociación más directos y simples.

En este sentido, es óptimo que los miembros de una familia dialoguen entre sí.

Estas conversaciones, aun cuando contengan una parte importante de rabia, frustración y otros sentimientos negativos, son las más útiles. Son ellas las que permiten compartir los sentimientos sobre la crisis, hacer los necesarios reproches, pedir perdón y perdonar, lamentar en común las inevitables pérdidas y aprender a comunicarse colaborativamente. Son esos diálogos, también, los que devuelven la autoestima al sentirse cada persona miembro útil de un grupo capaz de llegar a acuerdos y tomar decisiones. En definitiva, dejan constancia de que la familia se transforma pero no se destruye.

Cuando las conversaciones cesan, en cambio, comienzan los procesos patológicos. Cada uno de los miembros de la familia recluta aliados entre parientes, amigos y profesionales (terapeutas individuales, abogados, peritos y policías son los más usados). Los hijos se entristecen o se ponen agresivos o se enferman. Tarde o temprano, esto les sucederá también a los adultos.

Para propiciar el diálogo constructivo, lo más adecuado son las conversaciones mantenidas entre las personas en conflicto, con asesoramiento profesional cuando es necesario.

Es verdad que muchas veces la comunicación ha cesado hace tiempo o es demasiado difícil y frustrante. En ocasiones la impiden la violencia y el miedo. Pero la experiencia dice que en la mayoría de los casos la persona puede capacitarse para conversar con su familiar y llegar a un acuerdo negociado.

Éste es el objetivo de este ABC: capacitarlo para negociar personalmente.

Las que siguen son algunas indicaciones muy útiles en la mayoría de los casos. Algunas de ellas deben practicarse antes de decidirse a negociar personalmente (letra A), otras cuando ya se ha decidido a hacerlo pero todavía no se comenzó (letra B) y finalmente otras cuando ya se está en pleno proceso de negociación (letra C).

 

A) ANTES DE DECIDIRNOS A NEGOCIAR PERSONALMENTE

Antes de decidirnos a negociar personalmente, es bueno que reflexionemos. Y para esta etapa, algunas de estas seis sugerencias pueden ayudar:

 

  • Recordar las cualidades y los éxitos obtenidos durante nuestra vida.

Cuando uno tiene un problema de familia grave se deprime o se llena de rabia o ambas cosas sucesivamente. En realidad, a uno le parece que es un fracasado como cónyuge, compañero, padre o madre, y esto es lo peor que a uno le puede ocurrir. Uno se siente inferior a los demás.

En realidad, no es así. Todos tenemos en algún momento graves cuestiones de familia que parecen imposibles de resolver. Y todos tenemos méritos y cualidades y hemos tenido éxito en diversas áreas de la vida. Pero en ese momento no lo recordamos. Pensamos solamente en este fracaso que tenemos presente.

Eso no es bueno para comenzar ninguna negociación que pueda solucionar el problema. Antes de decidir emprenderla, tenemos que subirnos la moral. Y cómo hacerlo es muy sencillo: reconociendo nuestros méritos y los éxitos obtenidos en el pasado. Repasemos: las relaciones con nuestros padres, con nuestros hijos, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo. Nuestros logros en materia familiar, personal, laboral, etc. Cuántas personas nos quieren y cuántas nos respetan y cuántas piden nuestra ayuda.

Quizás debamos hacer este inventario positivo con la ayuda de alguien, y en ocasiones esa persona puede ser un amigo o un pariente, que haya sido testigo de nuestros éxitos y habilidades, o un profesional (psicólogo, en la mayoría de los casos).

 

  • Reflexionar sobre nuestras conductas anteriores.

Por lo general cuando tenemos un problema grave de familia, de la boca para afuera nos defendemos y acusamos, pero en nuestro interior nos recriminamos a nosotros mismos las conductas anteriores a la aparición del problema. Creemos que hemos actuado mal por debilidad, impaciencia, exceso de bondad, inmadurez, etc., y que eso originó o agravó la cuestión. A veces esta creencia es “oficializada” por algún profesional que nos culpabiliza.

La mayoría de las veces no es así. Si no hubiéramos tenido la paciencia que ahora juzgamos “excesiva” todo, quizás, estaría destruido. Si no nos hubiéramos enojado y puesto límites, hoy estaríamos mucho peor. Generalmente las cosas que hicimos estaban bien en el momento en que las llevamos a cabo, pero ahora estamos más avanzados y tenemos otra tarea: negociar la solución del conflicto, ponernos de acuerdo con el otro sobre algo.

 

  • Evaluar el poder con que actuamos.

Cuando tenemos un conflicto de familia tendemos a pensar que somos débiles, inseguros, casi impotentes. “Mi compañero me castiga y no tengo capacidad de reacción”. “Esta mujer me supera en casi todas las áreas”. “No podemos con nuestro hijo adolescente”.

Y sin embargo, ese compañero que me castiga, vive y luce gracias a que yo vengo cuidándolo desde hace años: si no lo cuidara, se extinguiría; precisamente se enoja y me maltrata cuando desvío mi atención de él. Esa mujer que parece superarme en casi todas las áreas tiene una secreta admiración por mí y su seguridad en gran parte se la doy yo con mi mirada. Ese hijo adolescente que nos trastorna depende de nosotros en todo sentido.

¿Qué pasaría con el otro si nos retiramos, si dejamos de actuar? Se vendría abajo. He ahí nuestro poder, que por lo general es muy grande. Meditemos bien esto.

 

  • Quitarnos o disminuir la sensación de culpa.

Cuando tenemos un problema de familia es inevitable la sensación de culpa. A veces la tapamos acusando iracundamente al otro, pero la culpa está. Y nos tortura.

Los seres humanos tenemos el hábito de buscar una causa para nuestros padecimientos: no nos quedamos tranquilos hasta ubicar esa razón biológica, ética o psicológica que, creemos, debe estar en el origen del problema. A pesar de que sabemos que la realidad es, además de azarosa, complicada, es inevitable salir a la caza del evento responsable. Y de ahí, sólo un paso más lleva a la caza del responsable de ese evento: el abuelo asmático que transmitió esa enfermedad; la tía psicótica que introdujo la locura; la pareja conyugal que, con sus peleas, enfermó a una de sus hijas; el padre indiferente que motivó el vuelco de su hijo a la droga; la madre sobreprotectora que causó la soltería de la hija…

Sabemos de memoria que todo esto es falso, hemos estudiado que el 80% de los hijos de las parejas que se pelean crecen sin problemas, que la inmensa mayoría de los progenitores indiferentes engendra hijos que no abusan de la cocaína, etc. Y sin embargo, cuando nos toca tener un problema, inmediatamente tratamos de encontrar “la causa”. Y nos creemos culpables.

Somos mucho menos culpables de lo que creemos. En las cuestiones de familia, aún cuando nos equivoquemos, lo hacemos de buena fe. Hicimos lo que pudimos, lo que sabíamos hacer, lo que nos habían enseñado.

Es tiempo de hacer algo distinto, pero sin culpa. La culpa sólo sirve, dice un famoso terapeuta, si lleva a algún cambio y no dura más de quince minutos.

 

  • Conversar de nuestro problema con amigos, parientes y compañeros de trabajo.

Cuando tenemos un problema de familia generalmente nos avergonzamos, creemos que somos los únicos en tenerlo, o casi. ¿Por qué el pasto del jardín del vecino está siempre más verde y parejito que el mío? Sin embargo no es así: los problemas son comunes a todos. Nos enteramos, cuando el vecino nos invita a su casa y vemos su pasto desde arriba: allí aparecen los manchones de tierra, los sectores secos…

La vergüenza hace que no conversemos sobre nuestros problemas. A veces los guardamos internamente durante años, y eso es muy malo. Nos hace daño internamente y no ayuda a la solución.

Conversemos nuestros problemas con aquéllos que nos quieren, o con algún profesional. Nos abrirá las puertas de las soluciones. Esto es muy, pero muy importante.

 

  • No creer que negociar es ceder todo.

Negociar es ceder cosas que nos interesan menos, para obtener otras que nos interesan más. Ceder todo es malo, no le hace bien a uno. Pero tampoco le hace bien al otro, ni a los hijos, ni a la familia en general. Nos pone tristes y rabiosos y, aunque a veces el veneno que destilemos no se verá, correrá por dentro.

Es más, muchas veces no ceder nada en algunos puntos es lo adecuado, tanto para uno como para los demás. Hay que pensar esto bien. Porque si cedemos donde no debimos hacerlo, luego nos vengaremos de alguna forma y esto nos traerá un feo malestar.

 

B) CUANDO YA NOS DECIDIMOS A NEGOCIAR PERSONALMENTE PERO TODAVÍA NO EMPEZAMOS A HACERLO

 

Usted ya se decidió: va a negociar personalmente. Pero antes de hacerlo hay que prepararse bien. Algunas de las once sugerencias que siguen pueden ser útiles:

 

  • Buscar información sobre los temas que no dominamos bien.

Hay áreas que dominamos y otras que no. Quizás una mujer que se dedicó los últimos quince años a ser madre sepa mucho sobre chicos y nada sobre sociedades anónimas, inversiones, fideicomisos, etc. A la inversa, su marido puede no saber casi nada sobre bebes, niños o adolescentes y mucho de negocios.

Hay que buscar información. Es éste el único modo en que podremos hablar con quien tenemos el conflicto y exigirle cosas con claridad y firmeza, defendiendo nuestra posición y también comprendiendo la del otro.

Antes de empezar a negociar, hay que capacitarse en las áreas que ignoramos. A veces la información nos la puede dar un buen libro, un curso o la consulta con un profesional.

Pero ¡cuidado! Muchas veces la información que recibimos es sesgada y parcial. Aun de buena fe, muchos profesionales de la salud tienden a ver “enfermedad” y “psicopatía” por todas partes. Y para los abogados, los adversarios de su cliente son a menudo “irresponsables” e “incumplidores”, cuando no “delincuentes”. Estos asesoramientos llevan a la guerra y ésta en la gran mayoría de los casos es innecesaria y muy dañina.

Por tanto, si pide información, cuide de que sea completa y retenga usted su capacidad de decidir.

 

  • Meditar y saber: a) qué se quiere obtener y qué se puede ceder; b) qué le pasará a uno y al otro si no hay acuerdo y c) qué hará uno en tal caso.

Muchas negociaciones fallan por ausencia de objetivos precisos. Otras, porque la persona no sabe qué pasará si la negociación no termina bien. Entonces, o cede demasiado o demasiado poco, y finalmente el diálogo se arruina. El temor a los fantasmas del no–acuerdo, tanto como la ignorancia sobre los riesgos de no acordar, son malos consejeros en una negociación.

Antes de sentarse a negociar, solo o con ayuda hay que lograr fines claros, coherentes y razonables y saber exactamente qué se hará si no se llega a un acuerdo.

Examinemos estos puntos de uno en uno:

  1. Qué se quiere obtener. Esto exige una reflexión. Es muy fácil decir: “quiero que me pase una cuota alimentaria” o “que me deje ver a nuestro hijo”. Pero esto necesita ser profundizado. Si uno se pregunta ¿para qué quiero el dinero? o ¿para qué quiero ver a mi hijo? se encontrará con que está persiguiendo objetivos vitales: vivir dignamente y sin mendigar, dar y recibir amor, tener seguridad. Si usted se queda en la cuestión de la cuota alimentaria puede que no logre nada, o que logre todo y luego descubra que le era insuficiente. Lo mismo puede pasar con los encuentros con el hijo.

No es fácil. Muchas personas no saben cuáles son sus deseos. Otras los tienen tan fijados en «el otro», como en un espejo, que les cuesta formularlos. Pero la gran mayoría tiene algún sueño a flor de piel y a flor de labios, aunque más no sea estudiar guitarra o portugués, ir al Tigre a comer un «choripán» o formar parte del coro de la secta a la cual se pertenece.

Es a partir de la aparición de los sueños que podremos juzgar si nuestro proyecto inicial es o no adecuado, y ratificarlo o rectificarlo en parte o en su totalidad. Así es como nos daremos cuenta, por ejemplo, de que, en nuestro caso particular, litigar con el padre de nuestro hijo para que pague alimentos, no traerá la paz que anhelamos ni el alivio de vernos ayudados en la crianza.

  1. Qué se puede ceder. Éste es otro punto importante. El principio general es el siguiente: toda concesión es un acto de negociación. Vale decir: no es por fatiga ni por miedo ni por irritación ni por desprecio al otro o a uno mismo, ni por ningún otro motivo de esta índole que se cede. Si se cede es para llegar a un acuerdo. La concesión no es un acto espontáneo, es una jugada.

Si cedemos algo que nos interesa, debe ser a cambio de otra cosa que nos interesa igual o más. Y si cedemos algo que no nos interesa, debe ser a cambio de otra cosa que sí nos interesa, porque al otro sí le interesa lo que cedemos.

Las concesiones deben hacerse en el momento oportuno, no en cualquier momento. Deben ser señaladas al otro, sin dejarlas pasar así como así. Y, sobre todo, nunca hay que ceder lo que no se quiere ceder. Porque después se lo lamentará.

Antes de empezar una negociación, no solamente debemos saber lo que realmente queremos, sino también lo que podemos ceder. Esto está relacionado, por supuesto, con el punto siguiente.

  1. Qué le pasará a uno y al otro, si no hay acuerdo. Y qué hará uno en tal caso.

Y aquí existen tres ítems significativos. El primero es que debemos poder pensar, visualizar, casi tocar, qué haremos si no llegamos a un acuerdo. Cuánto nos costará, qué ventajas o desventajas nos traerá no hacer nada, o litigar, o buscar otro medio de obtener lo que queremos, diferente de la negociación.

 

Harta de vivir con su suegra y sus cuñadas, Ramira quería plantearle formalmente a Evaristo que quería que se mudaran con su hijo antes de fin de año. El objetivo estaba bien estudiado y también las concesiones que haría Ramira. Pero la negociación no podía comenzar hasta que ella estuviese segura de qué haría si no llegaba a un acuerdo con Evaristo. No bastaba con decir “me separaré”. Había que pensar dónde iría a vivir, con qué dinero, y cuándo estaría en condiciones de hacerlo. Una vez pensados y examinados varias veces estos tópicos, Ramira comenzó a negociar y lo hizo con éxito.

 

El segundo ítem es el que habitualmente se mira: qué nos pasará si no hay acuerdo. Los costos económicos, los desgarros morales, las dificultades sociales, que inevitablemente tendrá. Esto puede ser contabilizado o pesado. Nos convendría arreglar si superara, aunque fuese por poco, esta línea de pérdidas y padecimientos.

Pero usualmente no se focaliza en el tercer ítem: lo que al otro le pasará si no hay acuerdo. A él también le conviene arreglar, aun cuando sea por muy poco que supere esta línea de costos.

Así, para negociar hay que atender a estas pautas:

Una es lo que queremos obtener: simbólicamente llamémoslo “50” (para Ramira, mudarse).

Otra es lo que podemos ceder: simbólicamente llamémoslo “10” (para Ramira, tener más intimidad con Evaristo).

Otra es el costo que tiene la negociación para nosotros. Llamémoslo “5” (el profesional que asesora a Ramira).

El saldo para nosotros en una negociación brillante, es de “50 – 10 – 5 = 35”.

Pero también hay que contemplar lo que obtendremos si no acordamos, y los costos que deberemos soportar. Si suponemos que la alternativa es que obtengamos “30” (la separación conyugal de Ramira y Evaristo) y que el costo será de “20” (la pérdida de la pareja y quedar sola con el hijo), el saldo que obtendremos será de “30 – 20 = 10”.

Hasta aquí el razonamiento habitual. Que lleva a disminuir lo que quiere obtener y aumentar lo que cede hasta que la resta dé algo más, aunque no mucho más, que “10” (o sea que Ramira, por ejemplo, debería bajar sus objetivos: no mudarse sino obtener una habitación para ella, Evaristo y el hijo en la casa de la suegra. Así en lugar de obtener “35” obtendría entre la mitad y la tercera parte).

Pero debe tenerse en cuenta otra pauta más, y es cuánto obtendrá la otra parte si no acuerda. Ella también obtendrá menos y tendrá mayores costos. Supongamos que litigando obtenga, igual que nosotros, “30” (para Evaristo, seguir viviendo con su madre y hermanas) y que también su costo sea de “20” (una separación conyugal no querida y el alejamiento del hijo). Entonces, le convendría arreglar de cualquier modo que dé algo más, aunque no mucho más, que “30 – 20 = 10”.

Tendremos entonces un margen de negociación mucho más amplio. Podremos bajar de 50 y subir de 10 las concesiones, pero nunca pensaremos sólo en lo que él va a perder si no hay acuerdo, sino también en lo que la otra parte perderá con el litigio. Ramira, en el ejemplo, seguramente obtendría la mudanza, salvo que fuese muy grande para Evaristo el beneficio de vivir con su madre y sus hermanas, o el dolor de separarse de Ramira y de su hijo fuese pequeño. Y en estas condiciones ¿qué perdería Ramira con separarse?

 

  • Reflexionar sobre dónde será mejor conversar con el otro, el tiempo que durará cada encuentro, y otras modalidades de la negociación.

Por lo general, si uno se pregunta si alguna vez habló con el familiar con quien tiene un conflicto, la respuesta es que sí, pero que no fue escuchado. Muchas veces creemos eso de verdad, y pensamos que repetir la experiencia fracasada sería negativo.

Sin embargo, si indagásemos sobre el concreto diálogo que mantuvimos, observaríamos que: 1. La conversación no fue anticipada ni concertada. Fue provocada por cualquiera de los dos, de golpe. 2. El lugar no fue elegido. Era la sala de la casa y, por ejemplo, los chicos estaban durmiendo. 3. Duró muy poco o demasiado. Terminó con una evasiva o con una pelea. 4. Los temas no pudieron ser abordados seriamente.

En otras palabras: la conversación fue enmarcada en el ritual de la vida cotidiana. El diálogo no tuvo un ritual propio.

Ahora bien, toda conversación importante precisa de un ritual, de un contexto previamente preparado y propicio. Los diálogos significativos deben prepararse.

En primer término, debemos invitar al otro a conversar. Esta invitación podrá ser aceptada o no, pero nunca conviene comenzar un diálogo importante en ese mismo momento. Hay que fijarle día y hora.

 

Una mujer dramatizó el siguiente diálogo, que después ella reprodujo con su pareja:

– Decime ahora lo que me querés decir, no andés dando vueltas.

– Como lo que tenemos que hablar es muy importante, no quiero que improvisemos. Ahora tenemos pocos minutos, y necesitaremos una hora o más. Además, los chicos andan por aquí y precisamos un lugar donde estemos sin ellos.

– De qué querés hablar, decime…

– Quiero que hablemos sobre nuestra pareja y nuestro futuro…

– Si querés separarte, como sé que querés…

– No quiero hablar ahora, quiero que nos sentemos a hablar tranquilos. Yo propongo que mañana a las 5, cuando hemos vuelto del trabajo y los chicos estén con mamá, nos sentemos a hablar una hora. No quiero que nos agredamos, el problema es serio. Quiero poder escucharte y que me escuches.

– Bueno, te voy a buscar a la salida del trabajo y vamos a tomar un café…

– Excelente.

 

El lugar donde los ex cónyuges o los padres y la hija, por ejemplo, se sentarán a hablar, puede ser determinante para el éxito o fracaso del diálogo. Debe darles a todos una sensación de seguridad. Generalmente es desaconsejable que sea la casa de uno de ellos, o el lugar donde se trabaja. Casi nadie puede conversar bien estando sentado en su casa o en su ex casa. Pone nervioso, recuerda hechos anteriores, pueden entrar los chicos, o la suegra… Es mejor combinar un lugar neutral, como una confitería donde no haya mucho bullicio y las mesas estén convenientemente separadas.

El tiempo también es importante. Hay personas que no pueden estar juntas más de quince minutos sin pelearse. ¿Porqué entonces no establecer, como regla, que la conversación durará menos de un cuarto de hora? Es mejor programar anticipadamente que uno hablará sólo ese tiempo y luego se irá, sin pelearse, y habiendo concertado una próxima reunión.

Quizás haya que acordar otras modalidades para facilitar la negociación. Por ejemplo, advertir que uno se retirará si hay gritos o descalificaciones, porque a uno esas actitudes le impiden pensar. Si uno tiene miedo de que el otro lo insulte, o alce la voz, o lo amenace, es bueno que deje en claro que si esto sucede se levantará.

Los temas que se tratarán, genéricamente expuestos (y sin discutirlos en ese instante) deben formar parte también de ese acuerdo previo que enmarcará la conversación.

Además uno le comunicará al otro que su intención no es destruir sino construir. Aunque no hay que darle tampoco falsas esperanzas (insinuando, por ejemplo, que una de las posibilidades es continuar conviviendo, si uno está decidido ya a separarse).

Todo esto le otorgará al diálogo el carácter de “conversación trascendente”, “no igual ni parecida a las que hemos tenido antes y que han terminado mal”. El familiar se predispondrá para el intercambio. Esto no quiere decir que se llegue a un acuerdo, que probablemente requiera de más conversaciones, pero el resultado será mejor.

Otro punto que debe prepararse es qué decir si definitivamente el diálogo no es aceptado, o mejor dicho: qué debe decirle uno al otro sobre lo que va a hacer uno, si el diálogo no fuese aceptado (precisamente para que lo sea).

 

Una persona ensayó esta frase:

– Se trata de algo muy importante. Tenemos que conversar sobre el futuro de nuestra pareja. Hay que acordar cosas y no podemos hacerlo sin diálogo. Te pido que nos reunamos al menos una hora en algún lugar tranquilo, que no sea casa. Te insisto y te voy a volver a insistir, no por ser pesado ni para molestarte. Al contrario, no quiero tomar determinaciones solo. Eso lo haré si no podemos charlar, pero no quiero. No me obligues a hacer cosas por mi cuenta sin al menos hablarlas antes.

 

 

  • Imaginar cómo pasarla bien durante la negociación, aunque sea larga. O bien cómo ponerle un plazo. Y cómo y cuándo decirle esto al otro.

No se puede negociar bajo presión durante un tiempo ilimitado. Las perspectivas de éxito disminuyen, y si se logra un acuerdo es probable que sea celebrado bajo presión y que no se cumpla o genere otros conflictos. En este caso, uno debe negociar primero las condiciones bajo las cuales se seguirá el diálogo, o el tiempo máximo durante el cual éste puede mantenerse sin cambios concertados.

También hay que pensar cuándo y cómo se le dirá esto al otro: si en la conversación inicial o más adelante.

De modo que si uno, por ejemplo, depende económicamente del otro, primero tiene que solucionar este problema o poner un plazo durante el cual se presta a negociar aun sin haberlo resuelto. Así, puede decir: “Arreglemos primero el tema de los alimentos, aunque más no sea provisoriamente, porque de otro modo no puedo negociar con vos más de dos semanas. Luego me veré obligada a iniciar el proceso judicial, y no quiero”.

Otro caso: una mujer, por lo general, no puede negociar con la presión de que el marido, que dejó el hogar hace más de un año, puede volver en cualquier momento. Tiene que salir de esta situación de amenaza. Para ello quizá sea éste el primer tema a dialogar y haya que manifestar que, hasta que no sea resuelto, es imposible hablar de los demás puntos.

Si la situación es insostenible, la negociación no es todavía el camino adecuado.

 

  • Pensar en cómo plantear nuestros objetivos en forma clara y colaborativa.

Cuando uno ya tiene sus objetivos en claro hay que tratar que el otro los entienda. Y que los comprenda no como una agresión a él sino como una necesidad nuestra.

Éste es un punto importante, porque habitualmente las personas con problemas de familia plantean sus objetivos en forma muy oscura y cuando, por fin, son claras, al mismo tiempo son agresivas.

Plantear los objetivos propios en forma clara quiere decir:

  • hacerlo sin culpabilizarse por lo mal que se sentirá el otro,
  • ni autosabotearse creyéndose el único responsable de la situación. Se trata de un problema común, que debe ser resuelto en común
  • y si esto no sucede, uno ya sabe qué hará para intentar resolverlo sin el concurso del otro, aunque no es lo que desea. Pero para que el otro pueda comprometerse en solucionar el conflicto, uno debe
  • expresarse sin ambigüedades,
  • sin dejar nada fuera y
  • en primera persona.
  • No pretenderá tener la verdad, pero sí que el otro lo entienda. Inclusive,
  • debe saber cómo auxiliar al otro para que lo entienda y
  • cómo verificar que efectivamente fue entendido.

Planteará también la cuestión en forma colaborativa, y esto quiere decir:

  • sabiendo que el otro tiene su propia versión de las cosas,
  • que también está dolido por la situación, y
  • que si pudiese concurriría a resolverla.
  • Todo esto uno debe decirlo de alguna manera, para que el otro sepa que uno no se siente dueño de la verdad,
  • ni cree que el problema es exclusivamente el otro,
  • ni supone que el otro tiene malas intenciones con respecto a él,
  • ni presume que se desentiende de la situación conflictiva.
  • Uno sabe que hay versiones diferentes sobre la misma cuestión, y que todas son válidas.
  • Que existen también sentimientos diferentes y que todos son respetables ya que provocan dolor.
  • Sabe que si uno se sintió atacado, el otro seguramente sintió lo mismo en algún momento. No ignora que si uno sintió impugnada su propia identidad (como madre, por ejemplo), el otro también ha percibido menoscabada su identidad de padre.
  • Y todo esto uno no sólo lo sabe sino que lo dice, para iniciar una conversación clara y colaborativa. Esto lo llevará a
  • crear un flujo libre de información sobre los temas a tratar,
  • entender las necesidades y objetivos del otro,
  • conocer sus prioridades (que pueden ser poco importantes para uno, pero que sí lo son para el otro y por esto mismo útiles para llegar a un acuerdo),
  • enfatizar en los puntos comunes y minimizar las diferencias y
  • buscar soluciones que beneficien a ambos.

 

Una mujer le había pedido a su ex marido (Rodolfo), con quien tenía una hija (Leticia), que aceptara que ésta viviera en Italia con ella, porque allí había debido trasladarse su actual pareja (Carlos) con quien la señora tenía otra hija (Beatriz). Ella narró que había utilizado este texto:

– Mirá, Rodolfo, yo quiero que sepas que más allá de todo, para nosotros es un sufrimiento enorme, porque vos seguís siendo el papá de Leticia, aunque se va Carlos, para Leticia es muy duro, pero Beatriz se queda sin su papá, Carlos se tiene que ir y yo quiero que vos sepas esto, porque acá hay alguien que empieza a perder en toda esta historia. En principio le tocó a Carlos y a Beatriz, y a nosotros como familia, pero puntualmente, yo siento que para una nena que todavía no tenía dos años, estaba re-acostumbrada con el padre, de repente el padre desapareció, y para mí fue muy dificultoso explicarle a una nena de menos de dos años que… ‘papá está en Italia, papá está en Italia’, que era lo único que le podía decir.

Era seguro que esa negociación no iba a progresar, porque la formulación de la mujer era demasiado oscura, culposa e impersonal. Y así fue.

Practicó hasta lograr un texto claro y colaborativo. Y finalmente se expresó del siguiente modo:

– Te imaginás que si te pedí que nos reuniésemos especialmente aquí para conversar un tema, es porque es muy importante. Vos ya sabés que Carlos, por problemas laborales, tuvo que irse a Italia y que allí está trabajando. Yo con él no sólo tengo una relación afectiva sino que también tenemos una hija en común. De modo que tengo que irme a Italia y pienso que lo mejor para Leticia sería que viniese conmigo, para lo cual necesito tu autorización porque es menor de edad. Desde ya comprendo el dolor que esto te causa a vos, que siempre fuiste un padrazo. Espero que me creas si te digo que yo también estoy muy afectada. Por eso quiero que lleguemos a un acuerdo y que no tenga que pedir nada en Tribunales. Tengo muchas ideas para que tu relación con Leticia no sólo se preserve sino que mejore.

Fue un buen comienzo.

 

 

  • Imaginar cómo ayudar al otro a plantear los temas de su propio interés.

Será central que el otro pueda plantear temas en que necesite nuestra ayuda.

Si nosotros necesitamos que nos aumente la cuota alimentaria, quizás él necesite ver más a sus hijos. Debemos ayudarlo a que plantee esta última necesidad, para así poder negociar.

No existe una verdadera negociación hasta que las dos partes (no sólo una) plantean su o sus deseos. Si el otro nada quiere, nada podrá ofrecerle uno a cambio de lo que uno pide.

Por eso es bueno que, antes de iniciar el diálogo, uno reflexione sobre qué le puede interesar al otro, qué puede serle otorgado, y cómo (sin menoscabarlo) contribuir a que pueda plantear sus objetivos.

 

Leonor practicó y finalmente tuvo la siguiente conversación:

– Yo sé que para los hombres, en general, dividir los bienes gananciales es difícil, y en especial para vos, que siempre trabajaste y ahorraste tanto. Comprendo que es fácil decir que la madre se ocupó de los chicos mientras tanto y que por eso merece la mitad de los bienes, pero llevar eso a la práctica es arduo. De todos modos, tenemos que solucionar este problema para poder divorciarnos bien. Yo no quiero perjudicarte; deseo que me creas esto. Tampoco puedo resolver la cuestión de cualquier forma y quedar con un resentimiento que va a perjudicar a nuestros hijos. Tenemos que encontrar una solución digna. Yo ya te he dicho lo que deseo. Pero me interesaría saber lo siguiente: Si vos por un instante no nos tuvieses en cuenta ni a mí ni a los chicos ¿con qué bienes de la sociedad conyugal desearías quedarte?

– No lo tengo pensado…

– ¿Te animás a pensarlo? Sé que te cuesta, porque pensar en eso significa divorciarse y eso es un trago duro, después de tantos años de casados… Pero a ambos nos parece que ha llegado el momento de hacerlo y…

– Está bien, para la próxima reunión traeré un proyecto. Pero puedo adelantarte ahora lo que he venido pensando.

– Dale, te escucho y tomo nota. Hablá tranquilo, yo no te voy a responder nada ahora. Lo voy a pensar y después nos reunimos de nuevo ¿te parece?

 

  • Pensar cómo mostrarle al otro la conveniencia para él de las propuestas que uno le hace.

No basta que uno piense que las ofertas que uno hace son convenientes para el otro. También hay que pensar cómo puede él entender este pensamiento nuestro.

Esto es una pieza esencial de la negociación, siempre que se compatibilice con el principio de que “discutir es casi siempre inútil”. Requiere algunas condiciones:

  1. Que el otro tenga (y, mejor aun, haya podido expresar) algún deseo.
  2. Que uno esté convencido de que las propuestas que hace son buenas para el otro, antes de formularlas.
  3. Que uno sepa cómo mostrarle al otro porqué estos ofrecimientos son buenos para él.
  4. Que no trate de convencerlo: si uno procura persuadir al otro, y encima polemiza con él, seguramente logrará que se convenza… de lo contrario.

Es que la mejor manera de convencer a alguien de algo es hacer que descubra solo, o lo más autónomamente posible, lo que queremos demostrar. Muchas veces el otro advierte solo que la oferta de uno le conviene, pero otras hay que decirle algo que lo haga darse cuenta.

En temas personales, la insinuación es el mejor medio. Supongamos que uno quiere que el padre esté con su hija adolescente días enteros y no horas sueltas durante toda la semana. Si uno, mucho antes de lanzar la propuesta, dice que la hija está necesitando ahora de un padre que comparta más su vida con ella y la ayude en las materias que le resultan difíciles, es probable que el padre esté de acuerdo con esta afirmación, que lo valoriza. (Si él es el promotor de la idea, o la hace suya, mejor aún). Entonces, cuando más tarde uno ofrezca que la hija pase con el padre días enteros, en reemplazo de la perjudicial «picadita» que cubre toda la semana, es probable que éste una aquella idea con este ofrecimiento, y le sea más fácil aceptarlo. (Nuevamente: si él se transforma en el peticionante de aquello que uno quería ofrecerle, mejor que mejor).

Sin embargo, hay ocasiones en que uno debe ser más explícito y aclarar cuáles son las ventajas para el otro de aquello que propone. Una vez más: exponer, pero no discutir.

 

  • Pensar cómo y cuándo hablar de los sentimientos

Es bueno llevar el diálogo al terreno de los sentimientos. ¿Cómo se siente uno cuando el otro hace tal o cual cosa? y ¿cómo se siente el otro cuando uno observa tal o cual conducta? Es bueno reflexionar sobre estas cosas dentro de lo posible y ponerlas sobre la mesa de las conversaciones.

 

Marina salvó una ardua negociación para liquidar la sociedad conyugal, con este diálogo:

– Me imagino que te sentiste muy mal cuando te dije que no podías entrar más a casa cuando yo no estoy. Pero quiero que entiendas cómo me pongo yo cuando llego a casa y te encuentro sentado en el comedor con los chicos como si nada hubiese pasado. Imaginate. El terreno y las paredes de esa casa nos pertenecen por mitades, pero eso no significa que sea la casa de los dos. Es la mía. ¿Cómo te pondrías vos si me encontrases un día sentada en la sala del departamento al que te fuiste? Lo de los chicos no es excusa. A mí se me revuelven las tripas cuando veo que entraste sin mi permiso.

– Es que la casa sigue siendo de los dos, y vos me echaste de ella, no es que yo me fui. Así es como yo siento las cosas. He perdido la vida cotidiana con los chicos. Estoy solo y lejos de ellos. Y encima me entero de que Carlos está yendo a casa como amigo tuyo… ¿Qué permiso querés que pida si es mi casa? A veces tengo ganas de matar a alguien…

– Qué bronca tenemos los dos… Tenemos que salir de este problema. Pensemos en los chicos y tratemos de llegar a un acuerdo. Decime cómo te gustaría que yo maneje lo de Carlos con ellos, y yo voy a tratar de hacerte caso. Pero en el asunto de entrar a la casa, escuchame un poco…

 

Si no se habla de ellos, los sentimientos de alguna manera se filtran, estallan, dificultan un diálogo atento y muchas veces disminuyen la autoestima.

Para incluirlos en la conversación uno debe aprender a:

  • encontrar sus propios sentimientos, para lo cual debe preguntarse por ellos,
  • encontrar los sentimientos del otro, procurando imaginarlos y detectarlos,
  • reconocer ambos grupos de sentimientos como “normales” aunque sean de los llamados “malos” (en realidad no hay sentimientos buenos o malos, son las conductas las que pueden recibir esta calificación),
  • negociar con los sentimientos propios, dándoles una parte de lo que piden pero quizás no todo,
  • saber expresarlos describiéndolos y compartiéndolos con el otro sin exabruptos, para lo cual a veces hay que practicar antes, hablando de ellos con alguien neutral como un amigo o un profesional, y
  • comprender, en un momento reflexivo, que tras los sentimientos negativos generalmente están los positivos, tanto en uno como en el otro.

 

  • Buscar qué o quién me paraliza al hablar con el otro e imaginar estrategias para evitarlo.

Algunas personas dicen que no pueden hablar con el otro, y es verdad. Pero esto tiene remedio en la gran mayoría de los casos. Basta con pensar qué es lo que el otro hace o dice cuando nos paraliza. Por ejemplo, los gritos, son algo típico. O las descalificaciones. Hay que decirle entonces que si incurre en alguna de estas conductas, se terminará esa charla, sin perjuicio de tener otra más adelante.

Por lo general lo que paraliza es el miedo. Le tememos a algo que puede atentar contra nuestra integridad física (causándonos dolor o lesiones o enfermedades o muerte), o psíquica (porque nos hace perder el amor o la estima de alguien, o perturba nuestra capacidad de comprender y prever acontecimientos), o nuestra identidad (amenazando el concepto que los demás y/o nosotros tenemos de nuestra propia valía como hombre o mujer, padre o madre, hijo o hija, trabajador o trabajadora, etc.).

Hay que averiguar a qué le tenemos miedo. En la vida siempre le tenemos miedo a algo, con razón o sin ella. Si uno supiera cuál es el temor que tiene, podría ayudarse a sí mismo. ¿Usted lo sabe? ¿Puede decírselo a sí mismo y a otros?

Quizás lo que lo asuste sea la posibilidad de que el otro se suicide si uno insiste en separarse. ¿Ha amenazado alguna vez con hacerlo? La amenaza de suicidio es uno de los encierros más terribles que un ser humano puede infligirle a otro. No basta redefinir la amenaza de suicidio como un acoso moral, reprobado por la moral y la ley. Hay que explorar bien qué pasaría en caso de concretarse el evento, y qué sucedería si uno, cediendo a la amenaza, no se atreviese a hacer lo que quiere. Sólo de estas comparaciones puede surgir la decisión.

Otras veces, una madre tiene miedo a perder a sus hijos si el padre, enojado con la conducta de ella, les llena la cabeza en su contra. En algunas ocasiones, en cambio, el temor es a la condena eterna prevista por la religión como consecuencia de determinada acción. Existe por cierto el temor a los golpes, a ser muerto (generalmente, muerta), a la descalificación pública o privada, a perder el trabajo, o la fama…

 

Laura, una boliviana muy humilde, tenía seis hijos con Calixto, quien la golpeaba todas las noches cuando, ebrio, volvía a su casa. Ambos pertenecían a una religión cristiana que preconizaba el amor y el perdón. Cuando el pastor del barrio decía que el amor a Jesús implicaba perdonar y reconciliarse, ella entendía que tenía que dejarlo entrar nuevamente a Calixto a la casa. De otra manera, Jesús no la querría más.

Un día importante en la vida de Laura fue cuando, habiendo detectado su temor, preguntó abiertamente al pastor sobre sus inquietudes. Él respondió (al principio con oscuros circunloquios, luego cada vez con mayor claridad y menos ganas) que el perdón no significaba reanudar la convivencia. Perdido el miedo a la gehena, Laura pudo separarse y celebrar acuerdos con Calixto.

 

Siempre existen una o más escenas temidas que paralizan por anticipado. “Me quedo muy mal cuando ella me dice que yo propuse abortar a nuestra hijita” o “me tira abajo cuando él me recuerda cuando le fui infiel” son frases que quizá después no sean dichas, pero que influyen negativamente sobre uno, sólo de estar presentes en nuestra cabeza. Hay que imaginar estas escenas temidas y preparar contestaciones adecuadas, por anticipado.

Cuando la intervención del otro es impactante ¿cómo recuperar el equilibrio? ¿Cómo tomarse tiempo para no contestar espontáneamente y mal, o quedarse angustiado? Quizás un amigo o un profesional pueda ayudarnos a tener una o varias respuestas.

 

  • Si negociamos derechos de nuestros hijos, no nos constituyamos en los únicos representantes y defensores de ellos.

Es la mejor manera de fracasar. Si nos constituimos en apoderados de nuestros hijos, el otro, en lugar de acercarse, correrá.

Es mejor adoptar una actitud diferente: el otro es tan progenitor como yo lo soy, y tiene tanto interés en nuestros hijos como yo. ¿No será entonces mejor que nos pongamos de acuerdo sobre qué futuro queremos para ellos, y luego ver cuánto dinero se necesita para lograrlo, y en qué medida cada uno puede aportar a esa suma?

Esto implica un cambio de actitud importante por parte nuestra, previa a la negociación.

Y si en cambio soy el deudor de los alimentos ¿no es mejor que primero me muestre y demuestre que soy un padre tan responsable como el otro, y que no soy una máquina de hacer y dar dinero sino un cuidadoso proyectista del futuro de nuestros hijos?

 

  • Pensar que la negociación que se emprende es una experiencia inédita y esperanzadora y en cómo mostrarle esto al otro.

Muchas veces hemos emprendido con coraje diálogos que luego resultaron perjudiciales. Estas frustraciones inhiben al que quiere negociar personalmente un conflicto de familia. No dejemos de decirnos y de explicar al otro que ésta será una experiencia diferente a la anterior, y porqué.

Dentro de esas acciones fracasadas están los diálogos como el que uno está dispuesto a reeditar. Habría que ver porqué fracasaron los anteriores. Ya hemos dicho algo sobre la falta de un ritual extraordinario que los enmarcase. Esto es importante.

Pero también hay otras cosas. Puede ser, por ejemplo, que uno haya hecho una denuncia penal contra el otro y no haya mencionado como tema de conversación esa denuncia. El otro desea que sea levantada, pero no lo dice para no mostrar debilidad. Las conversaciones giran sobre otros temas pero terminan mal. Falta dialogar sobre lo que al otro le interesa: el destino de la denuncia penal. Si uno incluyese esta cuestión en la agenda, daría una luz al otro y lo inclinaría a mejorar la calidad de la conversación.

Este gesto debería ir acompañado de una declaración formal en el sentido de que “esta negociación es una experiencia inédita y esperanzadora; no tiene nada que ver con el pasado” e insistir en esto hasta que el otro lo entienda.

 

C) MIENTRAS NEGOCIAMOS PERSONALMENTE

Usted ya está negociando. Algunas de estas siete sugerencias pueden venirle bien:

 

  • Pedir ayuda a otros cuando es necesario.

Muchas veces, en medio de la negociación, nos perdemos o nos enojamos o nos aburrimos o nos desesperamos. Es el momento de pedir ayuda a un amigo, a un pariente, a un compañero de trabajo o a un profesional, para perseverar y seguir adelante. Quizás estemos al borde del éxito y no nos demos cuenta.

 

  • Pensar cómo se puede seguir escuchando al otro más y mejor.

Nos fatiga escucharlo porque habla demasiado o, al revés, porque le cuesta musitar una sola palabra. ¿Cómo podemos seguirlo escuchando y hacer que se sienta escuchado? Quizás, haya que pedir ayuda.

Escuchar es el más noble instrumento que tienen los negociadores para obtener beneficios. Si se escucha atentamente, se sabrá qué espera el otro para colaborar y terminar el conflicto con un acuerdo.

Cuando la negociación entra en un período de estancamiento o de franco regreso, lo mejor es escuchar más al otro. Preguntarle sinceramente, con preguntas abiertas (que no sean afirmaciones encubiertas), repetir sus respuestas y reconocer explícitamente sus sentimientos. En suma: hacerle saber que se lo comprende.

Pero a veces la dificultad estriba en que también uno tiene una versión propia de las cosas y la voz interna que expresa esa versión le impide escuchar al otro mientras está hablando. Uno debe aprender a escuchar esa voz interna y a negociar con ella de tal modo que no le impida escuchar la voz del otro.

 

Un profesional ayudó de este modo a Margarita:

– ¡Pero cómo puedo soportar, le decía ella, que me dé cátedras de moral cuando yo sé lo que hizo con la mucama en casa…!

– Eso te perturba…

– ¡Pero claro!

– ¿Cuánto te perturba?

– ¡Es que no me deja oírlo!

– ¿Nada?

– Nada no, pero casi…

– Y, es que tenés razón para irritarte. Pero ¿no podés seguir escuchando tu voz interna, que desprecia al canalla, a la vez que lo oís a él y seguís el hilo de la conversación? Lo que oís de vos misma es cierto, pero igual tenés que hacer el esfuerzo de dialogar… ¿Te sentís capaz?

– Sí, pero pocos minutos.

– Bueno, entonces cuando empieza a sermonearte, avisale que dentro de diez minutos tendrás que irte a buscar a los chicos o cualquier otra cosa, y disponete a seguir el diálogo por ese tiempo.

– Voy a intentarlo.

 

  • Entrenarse en el enfrentamiento de tácticas sucias en la negociación.

Hay tácticas sucias de negociación. A lo mejor el otro las está usando. Es posible que desarrolle durante el curso de la negociación maniobras para presionar, que inclusive nos dejen mal parados o nos desalienten a continuar el diálogo.

Los abogados están acostumbrados a enfrentar este tipo de manejos: sabrán develarlos y asistirlo para que usted los desarme y pueda seguir la negociación con tranquilidad. Si sospecha que usted enfrenta un negociador sucio, consulte con un especialista. Pero no deje que le arrebaten la conducción y ejecución del diálogo.

Entre esas maniobras sucias se encuentran:

  • manifestar que si no se resuelve un tema de inmediato no continúa negociando porque otras labores lo demandan, etc.,
  • amenazar con determinadas conductas o con acciones judiciales,
  • expresar con la conducta o la palabra un gran desinterés por la negociación,
  • enojarse sin motivo o casi sin él,
  • modificar permanentemente sus ofertas,
  • querer obtener pequeñas ventajas una vez logrados acuerdos parciales o totales,
  • manifestar que el cierre del acuerdo depende de la voluntad de un tercero que no está conforme con lo que se viene conversando,
  • introducir de cualquier otro modo a terceros en la disputa, etc.

Estas y otras maniobras pueden irritarnos a extremos indecibles, porque no estamos acostumbrados a negociar. Se producen, por lo general, cuando el otro, por su trabajo u otro motivo, es un profesional de la negociación.

Si el abogado, con su experiencia, nos informa que nos encontramos frente a una táctica negociadora (a veces sucia, pero que es normal usar), ello nos tranquilizará y actuaremos mejor. Elaboraremos una respuesta que, sin quebrar el proceso, haga saber al otro que sus manejos son comprendidos y no causan el efecto que él busca.

 

Clara acababa de separarse y su marido (Rodolfo, un experimentado intermediario en la exportación de cereales) estaba saliendo con otra mujer. Tenían dos hijos adolescentes que estaban bastante perturbados. Negociaron un acuerdo de alimentos y algunas reglas para el funcionamiento de la sociedad conyugal hasta que decidieran divorciarse. Pero todo estaba trabado porque Rodolfo, que tenía una de sus cuentas bancarias importantes en cotitularidad con Clara, quería que ésta renunciase a la misma y aclarar la situación. Clara no se negaba, siempre que Rodolfo pusiera a uno de sus hijos como cotitular.

Fue en ese momento que Rodolfo dejó un mensaje en el contestador automático del teléfono de Clara, en el sentido de que el viernes él se iría de vacaciones por dos semanas.

Clara necesitaba el dinero urgentemente y llamó a un abogado, aterrorizada. Cuando él le explicó que se trataba de una famosa táctica de negociación y que debía fingir tener menos apuro aun que Rodolfo, lo comprendió perfectamente y se tranquilizó.

 

 

  • Dejar siempre el diálogo abierto.

Por más mal que anden las cosas, nunca cierre el diálogo del todo. Ni siquiera cuando usted avise que va a acudir a Tribunales. Trate de dejar abierta las posibilidades de un futuro encuentro.

Lo peor en las familias no es tener conflictos (esto casi siempre va acompañado de salud) y ni siquiera demorar en resolverlos. Lo peor es no poder hablar. Esto es lo que enferma. De modo que el diálogo nunca debe interrumpirse. Consecuencias prácticas de esto son las siguientes:

  1. Aún en los peores momentos es imprescindible dejar el diálogo abierto. Nunca cerrarlo, siempre encontrar la fórmula para que la interrupción sea una suspensión, no un final.
  2. Hay ocasiones en que es inevitable que otras personas (pueden ser los abogados) negocien entre ellos en representación de los familiares en conflicto. Dentro de lo posible, este cambio en la estructura de negociación debe ser hablado antes entre los mismos familiares y, sobre todo, ser provisorio. Los protagonistas del conflicto, además, deben conversar cada tanto entre sí sobre si es necesario que los abogados sigan reemplazándolos o ha llegado el momento de que el diálogo sea retomado por ellos.
  3. Si lamentablemente se llega a Tribunales o a alguna otra forma de agresión, en lo posible debe ser anunciada al otro por el familiar que la lleva a cabo. Y aún en medio de la contienda, las partes deben ser asesoradas por sus abogados para que continúen dialogando en la medida en que puedan.
  4. Las medidas cautelares judiciales, por su naturaleza, excluyen la posibilidad del diálogo previo. Por lo general son mucho más dañinas que ventajosas, inclusive para quien las solicita y obtiene: causan destrozos casi imposibles de reparar y motivan resentimientos con frecuencia inextinguibles. La madre a la que le arrebatan los hijos o el empresario que ve intervenida su fábrica nunca va a perdonar al otro y desde su posición de víctima lo puede perjudicar enormemente. Por este motivo las medidas cautelares deben ser pedidas… con muchísima cautela.

 

Susana, después de haberlo intentado todo, se veía obligada a iniciar una medida cautelar de exclusión del hogar de su marido, alcohólico y violento.

Esto no fue óbice para que lo tuviera regularmente informado de lo que iba haciendo a este respecto. Y de que siempre lo invitara a sentarse a conversar con ella para lograr una solución concertada.

Finalmente logró que el marido consintiese en ir a una sesión de mediación. Tampoco se arregló allí el problema, pero el diálogo comenzó. Un amigo común de la pareja intervino acertadamente y los ayudó a convenir una separación a prueba, antes de que el Oficial de Justicia llegase.

 

  • No contestar espontáneamente las propuestas que haga el otro.

Casi nunca es bueno contestar las propuestas del otro sin meditar. Y casi siempre esta reflexión previa implica tener un tiempo para estar solo o hacer una consulta. No se deje tomar la palabra. Diga que lo va a pensar y en unos días contestará.

En el diálogo anterior, por ejemplo, Susana ha obtenido varios logros:

  • que su ex marido se comprometiera en una negociación en la cual no tenía tanto interés como ella,
  • tener información sobre lo que él quería, y
  • haberse podido excusar anticipadamente de no contestar en el momento (lo cual la eximió también de los consabidos “¡esto es ridículo, inaceptable! … Sólo un canalla como vos puede decir que…, etc.”).

Esto último es muy importante, sobre todo cuando uno negocia en áreas en las que el otro es más competente. Uno debe saber que las propuestas del otro no lo van a satisfacer (salvo excepciones) y que, por el contrario, es probable que lo indignen. Pero no es bueno irritarse ni discutir espontáneamente las ofertas iniciales del otro (sobre todo, valga la repetición, en temas en que uno sabe poco). Esto puede llevar al cierre del diálogo.

Está indicado, en cambio, agradecer al otro por haberse comprometido en el proceso de negociación formulando una propuesta que va a ser pensada por uno, seria y respetuosamente. Luego, habiendo evaluado las cosas con el abogado (o con la almohada u otras personas o expertos, si es el caso), vamos a estar en condiciones de dar una respuesta serena y razonada.

 

  • Evitar discutir, por que es inútil.

Nunca nadie convenció a nadie. No se haga ilusiones a este respecto. No es útil discutir. Cada uno tiene una versión de los acontecimientos y una idea de las cosas y no la cambiará. Las discusiones distancian.

No es necesario ponerse de acuerdo sobre cómo son las cosas para obrar colaborativamente. Exponga sus ideas con claridad, pero no procure convencer con ellas. Siga los consejos de este ABC y absténgase, sobre todo, de descalificar o destruir las ideas del otro. Tome nota de ellas con respeto.

¡En este punto, cuidado con los abogados! Es difícil no discutir cuando se está en contacto con profesionales que han hecho un culto de “convencer” (al juez y a la parte contraria) de que determinada afirmación es “la verdad” y determinada conducta es “legal” o “justa”.

Pero a quien negocia no le interesa el pasado sino el futuro; tampoco lo afecta lo que dice la ley o la jurisprudencia sino la satisfacción de los deseos propios y del otro en un acuerdo (que, para ser satisfactorio, debe ser mínimamente equitativo).

¿De qué sirve entonces polemizar con el otro, si esto no conduce al acuerdo? ¿Si lo único que se logrará es encrespar los ánimos y endurecer las posiciones? ¿Si jamás se logrará “convencerlo” de nada?

 

  • Prever los fracasos, retrocesos y/o recaídas que pueden sobrevenir, y buscar formas de persistir a pesar de ellos.

Usted debe saber que en la vida hay avances y retrocesos. Generalmente a un avance sigue algún retroceso, porque los seres humanos nos asustamos de los cambios repentinos. Usted no se debe asustar, en cambio, si todo parece volver atrás. Generalmente eso es momentáneo.

Aun cuando las conclusiones y la planificación a que se llegue en una reunión sean atinadas, los retrocesos y recaídas son muchas veces inevitables y normales, como en todo proceso humano. Si usted lo piensa así, puede inclusive prevenir esos fracasos.

La negociación puede pasar por momentos en que el quiebre parezca inevitable. Son aquellos en que, con o sin ayuda, debemos:

  • reducir la tensión,
  • emprender una des-escalada de la hostilidad,
  • mejorar la comunicación con el otro,
  • entender mejor al otro,
  • controlar el número y tamaño de los temas en curso,
  • enfatizar en la deseabilidad para el otro de las opciones y alternativas que él propone, y
  • encontrar una base común de negociación buscando objetivos mejores, pequeños acuerdos (y hasta enemigos comunes).

Sobre todo, debemos saber y estar convencidos de que el gran instrumento para obtener beneficios en una negociación es, paradójicamente, escuchar al otro. Y que debemos persistir en esta escucha a pesar de las apariencias.

Es también valioso para uno el sentirse escuchado y comprendido por el otro. Es más, si uno siente que el otro no lo escucha a uno, uno debe hacer explícito el problema.

Aunque fracasar cada tanto es normal en la vida, aceptar el fracaso es difícil y es signo de madurez. Si uno acepta esto de verdad y en concreto, la mitad de la partida está ganada. Cuando el otro impugne nuestra conducta pasada (como inevitablemente lo hará en algún momento del diálogo), uno no verá amenazada su identidad, ni su competencia, ni su bondad, ni su posibilidad de ser amado.

EPÍLOGO

 

  • La evaluación de la práctica ha demostrado que si una persona, asesorada por un profesional cuando es necesario, negocia en forma directa con un familiar con quien tiene un conflicto, la situación mejora en un muy elevado porcentaje de casos (el 79%). El éxito no sólo alcanza a los conflictos de índole personal sino también a cuestiones patrimoniales, a veces importantes y complejas.
  • Aún cuando la situación no mejore objetivamente, la negociación personal con el otro resulta una experiencia satisfactoria en el 96% de los casos. En el 40%, las personas que se resuelven a negociar directamente con el otro dicen haber recibido beneficios para algunos aspectos de su vida que no tenían que ver con el conflicto.
  • El procedimiento da a las personas un entrenamiento para dirigir bien sus propias vidas y muchas veces encuentran soluciones que son mejores que las prescriptas por los profesionales.
  • El costo de la negociación directa, en tiempo y en dinero, es muy bajo.